martes, 19 de agosto de 2008

Introducción: cómo encontramos el libro.

Metro puede ser el nombre del compañero de pantalón de Nacho Vidal, pero me refiero a esos trenes subterráneos que recorren varias ciudades, transportando un pequeño porcentaje de tipos como tú en el mismo vagón que un gran porcentaje de tipos de los cuales, al menos uno, huele peor que tú. La mayoría de vosotros estaréis familiarizados con el concepto de Metro, aunque no hayáis viajado nunca en uno (gracias, hollywood), así que no me entretengo más en detalles superfluos. Con que quedara claro que este no es un blog porno, basta.

Los (pocos) que quedemos por aquí después de esa aclaración, vamos a lo que importa. Un día estaba a punto de llegar a la Casa de campo por asuntos que no vienen al caso (aprovecho para volver a recordar que no es un blog porno). Viajaba conmigo un compañero (al que llamaré M por respetar su privacidad). Y hay que tomar esa frase de forma literal, porque de hecho era el único que viajaba conmigo. Si conocéis el metro gracias a Hollywood lo habréis visto lleno de negros con oros que te miran raro, gente con miembros amputados pidiendo limosna, la típica señora gorda con un bolso minúsculo colocado estratégicamente para impedirte que te sientes y una rubia inaccesible tras kilos y kilos de currantes sudorosos. A veces también hay un tipo leyendo (tócate los cojones, tú luchando por no morir aplastado y él se permite el lujo de leer).
Madrid es igual casi todo el día, pero aquella vez estábamos solos. Cosa que solo pasa un cuarto de hora antes de que cierren y en las estaciones periféricas (Sydney, por ejemplo).

Con ese panorama, y ambos enfrascados en ardua pugna mental por establecer cuál de los dos era el tipo que huele mal y siempre te toca al lado en el vagón (lo que llevó a la paradójica conclusión de que para que esa ley se cumpliese, los dos debíamos oler mal y a la vez ninguno de los dos podía hacerlo. Podría dedicarle una entrada entera a este apasionante asunto, pero está fuera de contexto), nos fijamos en un pequeño libro abandonado en el asiento de enfrente. Lo más seguro es que su dueño hubiese pagado al fin por todos los listos que leen como si nada mientras tú te aferras a la supervivencia entre masas de carne aplastantes. Movido por la curiosidad, lo cogí.

El volumen, que desde cerca presentaba síntomas de aplastamiento, (desde aquí mi pésame a su dueño si corrió la misma suerte, pero tú te lo buscaste, majete), llevaba por título “la palabra de Simón”. Lo abrimos con menos ganas, pero lo abrimos. Sus páginas amarillentas olían tanto a humedad y a años de olvido que zanjó todos los debates anteriores sobre tipos sudorosos en el Metro.

Consistía básicamente en una serie de lecciones que el misterioso profeta Simón impartió a sus discípulos, tal y como rezaba el prólogo. Nos llamó la atención
que no contara con ningún tipo de indicación sobre qué editorial lo había distribuido, o cuando se imprimió por primera vez. Nada. Casi era como una traducción casera que alguien había realizado. No nos pareció lo más adecuado para leer en el metro, mucho menos para extraviarlo.
Por eso, no pudimos evitar empezar a leer. Y al acabar el primer tratado, supimos al instante que teníamos que compartirlo.
Faltan ciento seis hojas al final, en blanco. Listas para ser escritas. Y nosotros vamos a completarlas, mientras comentamos los demás capítulos. Tal y como reza el prólogo, “Simón dice: seguid leyendo si queréis saber.” Tenemos un libro profético, cheetos y un blog. Temblad los herejes.